domingo, 15 de septiembre de 2013

EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA, CADA VEZ ESTÁ PEOR.
        Imagen de Mary Almenara     Por Maria Sánchez
En los días que vivimos hay cosas que han cambiado para nuestro bien y nos hacen la vida más fácil y sencilla. Sin embargo otras nos han llevado a olvidar muchas de nuestras costumbres, incluidos aromas y sabores. Con tanto transgenicos, químicas y demás potingues que les añaden a nuestros alimentos ya se ha ido perdiendo el sabor y hasta las propiedades de casi todo lo que nos alimenta.

 Hoy quiero hablar del olor y sabor de aquellos panes que comíamos con tanto gusto aunque por él hubieran pasado no un día sino incluso una semana. En los muchos supermercados que abundan los hay de todos los tipos y sabores pero, eso sí procure comerlo caliente y en cuanto llegue a casa, no se le ocurra dejarlo para la noche. Si cuando lo compra está recién salido del pequeño horno eléctrico está como galletas, pero si deja que se enfríe no hay manera humana de que se lo pueda comer, a menos que tenga usted unos dientes resistentes a todo lo que le echen.
Si cae en la tentación de comprar tres barras por un euro, con el fin de meterlos en el congelador para calentarlos cuando lo necesite, ha cometido un gravísimo error porque una vez que intente partirlo se desmorona como madera podrida por la carcoma. De sabores y modelos no nos podemos quejar, los hay para todos los gustos y colores. Y, como siempre hago cuando de hablar del pasado se trata, recurro a mi baúl de los recuerdos, ese del que nunca debemos desprendernos, y del cada día sacamos algo bueno o malo.
Hoy rememoro mis días de niña- adolescente vividos en la Higuera Canaria, lugar donde residían mis abuelos paternos. Aún tengo muy presente el aroma y olor del pan que compraban al señor Valido. Él llegaba por aquellos barrios con su burro cargado con dos grandes cestas, forradas con unos paños blancos como el alba, donde transportaba el oloroso y rico pan y el bizcocho de matalahúga. Nada más verlo en la loma mi abuela sacaba la talega y, allá que me mandaba a comprar el que necesitaba, para luego guardarlos en unas latas cuadradas que llegaban a casa con las galletas María
Nos visitaba dos veces por semana y el pan estaba a los tres días como recién salido del horno conservando su sabor natural. Mi abuela, previniendo que un día el panadero no pudiera subir compraba también el pan bizcochado, redondo, crujiente, de un sabor difícil de describir por lo exquisito y que no tiene comparación con los que tenemos hoy.
Uno de mis tíos preparaba la merienda para los dos, poniendo uno de estos bizcochos en un plato hondo, lo mojaba con agua y le espolvoreaba azúcar por encima, lo dejaba que se esponjara bien y cuando todo esto hacía su mezcla, nos sentábamos en el muro que rodeaba el pozo y nos dábamos un verdadero banquete. Pero llegado el invierno y cuando la bruma bajaba por la loma hasta el fondo del barranco, donde se encontraba la casa, preparaba agua de hierba luisa y hacíamos sopas de aquel bizcocho duro que absorbía el agua en un piz paz. Este rico alimento se acompañaba de un trozo de queso que él mismo elaboraba de sus propias cabras.
Aún hoy rememoro aquellas meriendas pero por más que lo intento no es lo mismo. Me falta aquel pan y, sobre todo, me falta mi tío al que echo mucho de menos. Pero, la vida amigos, se compone de recuerdos y momentos vividos. Éste es uno más de los que gracias a Dios disfruté y aún puedo recordar.

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